Seguramente a medida que la consciencia humana se fue desarrollando, las flores pudieron ser la primera cosa que los seres humanos valoraran, sin que representara un valor utilitario para ellos, es decir, sin que tuvieran alguna relación con su supervivencia.
Jesús nos dijo que contemplemos las flores y aprendamos a vivir como ellas.
La belleza de una flor pudo arrojar un breve destello de luz sobre la parte esencial más profunda del
ser humano, su verdadera naturaleza. El momento en que se reconoció por primera vez la belleza fue
uno de los más significativos de la evolución de la conciencia humana. Los sentimientos de alegría y
amor están íntimamente ligados con ese reconocimiento. Si utilizamos la palabra "iluminación" en un
sentido más amplio del aceptado convencionalmente, podríamos pensar que las flores constituyen la
iluminación de las plantas.
¿Qué podría ser más denso e impenetrable que una roca, la más densa de todas las formas? No
obstante, algunas rocas sufren cambios en su estructura molecular, convirtiéndose en cristales para
dar paso a la luz. Algunos carbones se convierten en diamantes bajo condiciones inconcebibles de
calor y de presión, mientras que algunos minerales pesados se convierten en piedras preciosas.
Algunos reptiles desarrollaron plumas y alas para
convertirse en aves, desafiando la fuerza de la gravedad que los había mantenido sujetos al suelo
durante tanto tiempo. No aprendieron a reptar o a andar mejor, sino que trascendieron totalmente
esos dos pasos.
Desde tiempos inmemoriales, las flores, los cristales, las piedras preciosas y las aves han tenido un
significado especial para el espíritu humano. Al igual que todas las formas de vida, son, lógicamente,
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manifestaciones temporales de la Vida y la Conciencia. Su significado especial y la razón por la que
los seres humanos se han sentido fascinados y atraídos por ellas pueden atribuirse a su cualidad
etérea.
Cuando el ser humano tiene un cierto grado de Presencia, de atención y alerta en sus percepciones,
puede sentir la esencia divina de la vida, la conciencia interior o el espíritu de todas las criaturas y de
todas las formas de vida, y reconocer que es uno con esa esencia y amarla como a sí mismo. Sin embargo,
hasta tanto eso sucede, la mayoría de los seres humanos perciben solamente las formas exteriores sin
tomar conciencia de su esencia interior, de la misma manera que no reconocen su propia esencia y se
limitan a identificarse solamente con su forma física y psicológica.
Así que cuando contemplamos conscientemente una flor, un cristal o un ave sin decir su nombre
mentalmente, se convierte en una ventana hacia el mundo de lo informe. Podemos vislumbrar algo del
mundo del espíritu. Es por eso que estas tres formas "iluminadas y aligeradas" de vida han desempeñado
un papel tan importante en la evolución de la conciencia humana desde la antigüedad; es la razón por la
cual la joya de la flor de loto es un símbolo central del budismo y la paloma, el ave blanca, representa al
Espíritu Santo en el cristianismo.
NUESTRA HERENCIA DISFUNCIONAL
El estado mental "normal" del la mayoría de personas es disfuncional. Los hinduistas denominan "maya" al velo de la ilusión. Para Buda, la mente genera dukkha, que puede traducirse como sufrimiento. Según el cristianismo, el estado normal de la humanidad es el del "pecado original", es decir, vivir torpe y ciegamente causando sufrimiento.
No hay duda de que la mente humana es enorme. Sin
embargo, esa misma inteligencia está tocada de locura.
La Primera Guerra Mundial estalló en 1914. Toda la historia de la humanidad había estado preñada de
guerras crueles y destructivas, motivadas por el miedo, la codicia y las ansias de poder, además de los
episodios ignominiosos como la esclavitud, la tortura y la violencia generalizada motivada por razones religiosas
e ideológicas. Sin embargo, en 1914, la inteligencia de la mente humana había
inventado no solamente el motor de combustión interna sino los tanques, las bombas, las ametralladoras,
los submarinos, los lanzallamas y los gases tóxicos. ¡La inteligencia al servicio de la locura!. Al terminar la guerra en 1918, los sobrevivientes observaron horrorizados e
incrédulos la devastación provocada: 10 millones de seres humanos muertos y muchos más mutilados o
desfigurados. Nunca antes habían sido tan destructivos, tan dolorosamente palpables, los efectos de la
locura humana.
Para finales del siglo, el número de personas muertas violentamente a manos de sus congéneres
aumentaría a más de cien millones. Serían muertes provocadas no solamente por las guerras entre las
naciones, sino por los exterminios masivos y el genocidio, como el asesinato de 20 millones de "enemigos
de clase, espías y traidores" en la Unión Soviética de Stalin, o los horrores innombrables del holocausto en
la Alemania nazi. También hubo muertes acaecidas durante un sinnúmero de conflictos internos como la
Guerra Civil Española o durante el régimen de los Khmer Rojos en Cambodia cuando fue asesinada una
cuarta parte de la población de ese país.
Otro aspecto de la disfunción colectiva de la
mente humana es la violencia sin precedentes desatada contra otras formas de vida y contra el planeta
mismo: la destrucción de los bosques productores de oxígeno y de otras formas de vida vegetal y animal, el
tratamiento cruel de los animales en las granjas mecanizadas y la contaminación de los ríos, los océanos y
el aire. Empujados por la codicia e ignorantes de su conexión con el todo, los seres humanos insisten en un
comportamiento que, de continuar desbocado, provocará nuestra propia destrucción.
Las manifestaciones colectivas de la locura asentada en el corazón de la condición humana constituyen
la mayor parte de la historia de la humanidad. Es, en gran medida, una historia de demencia.
Si la historia
de la humanidad fuera la historia clínica de un solo ser humano, el diagnóstico sería el siguiente:
desórdenes crónicos de tipo paranoide, propensión patológica a cometer asesinato y actos de violencia y
crueldad extremas contra sus supuestos "
enemigos"
, su propia inconciencia proyectada hacia el exterior;
demencia criminal, con unos pocos intervalos de lucidez.
El miedo, la codicia y el deseo de poder son las fuerzas psicológicas que no solamente inducen a la
guerra y la violencia entre las naciones, las tribus, las religiones y las ideologías, sino que también son la
causa del conflicto incesante en las relaciones personales. Hacen que tengamos una percepción
distorsionada de nosotros mismos y de los demás. A través de ellas interpretamos equivocadamente todas
las situaciones, llegando a actuaciones descarriadas encaminadas a eliminar el miedo y satisfacer la necesidad
de tener más: ese abismo sin fondo que no se llena nunca.
El anhelo de mejorar y de ser buenos es un propósito elevado, pero es un empeño condenado al fracaso a menos de que haya un cambio de conciencia. Esto se debe a que el deseo de superación sigue siendo una forma más sutil de la misma disfunción, es un deseo de alcanzar algo más y de fortalecer nuestra identidad mental, nuestra propia imagen. No podemos llegar a ser buenos esforzándonos por serlo sino encontrando la bondad que mora en nosotros para dejarla salir. Pero ella podrá aflorar únicamente si se produce un cambio fundamental en el estado de conciencia.
La historia del comunismo, inspirado originalmente en ideales nobles, ilustra claramente lo que sucede cuando las personas tratan de cambiar la realidad externa, de crear una nueva tierra, sin un cambio previo de su realidad interior, de su estado de conciencia. Hacen planes sin tomar en cuenta la impronta de disfunción que todos los seres humanos llevamos dentro: el ego.
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